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Me acuerdo de casi todo lo que pasó el día que lo conocí. Y digo casi todo porque no recuerdo la fecha: no sé si estaba en décimo o en once. El caso es que a los 16 años sentís la misma pena sosteniendo una cerveza o la mano de una mujer. De lo que sí me acuerdo es del lugar. Vivía en Villanueva, el barrio de mi infancia en Copacabana ("un hermoso pueblito de crepúsculos arrebolados"), en el segundo piso de una casa. Y mi balcón se conectaba con el balcón de al lado.


Ese balcón de al lado -y toda esa casa, en general- fue una de las sedes de reunión de la muchachada en esa época. Estábamos a poco de graduarnos y esa casa era casi un billar: se bebía, se fumaba y se puteaba. Fue lugar de borracheras, de celebración, de alegrías y, lastimosamente, también de luto y muchas lágrimas. Pero volvamos al día que lo conocí: era viernes y al otro día tenía que madrugar. Así que esa noche había plan Cenicienta.

Lo había visto más de una vez pero nunca, hasta ese día, había tratado con él. Me parecía esquivo y la verdad un poco de miedo sí me daba. Siempre lo veía de la mano de punkeros mugrosos o de peligrosos barrabravas. Y ese día estaba ahí. Me lo presentaron y lo saludé con prevención. Nada más lejos de la realidad: su apariencia pobretona no tenía nada que ver con su nobleza y sus modales.

Después de esa noche, mis encuentros con él fueron recurrentes. La cita de siempre: frío al tacto, suave al gusto, no hablaba pero ponía mucho cuidado. Él no hablaba pero sí nos ponía a hablar al resto. Estimulaba el diálogo y las risas. Y no pedía mayor cosa a cambio. Nunca me pidió más plata de la que tenía. Nunca me pidió entrar a lujosos locales. Para él cualquier parque era bueno, cualquier plazoleta, cualquier callejón o las escalas de cualquier casa. Todos mis amigos -ni yo ni ellos punkeros o barrabravas, gente camelladora, de a pie- lo conocieron y lo quisieron tanto como yo.

Me fui de Copacabana y perdimos el contacto. Nos rodeamos de otra gente. Él siguió con sus amistades discutibles, incluso me enteré que era un peligro para la sociedad. Que lo que traía por dentro, lo mismo que tanta felicidad nos dio, era perjudicial y casi venenoso. Aún con todo lo perjudicial que es, todos los viernes salgo de clase con la esperanza de volverlo a ver, de sentir su sabor a Halls negro con maracuyá. Mis amigos y yo te agradecemos los buenos momentos, Anfitrión (también conocido como anfacho, maracuyoso, maracuyeyo o mal llamado vino).

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